El periodismo en tiempos de violencia institucional – Por el Lic. Fernando Viano –

En el Día del Periodista, el oficio enfrenta una de sus etapas más críticas: estigmatización pública, amenazas y censura impulsadas desde el gobierno libertario. Las agresiones verbales del Presidente, sumadas a ataques físicos y campañas de deslegitimación, configuran un escenario de hostilidad sistemática que pone en jaque la libertad de expresión y el derecho a la información en la Argentina democrática._

En un escenario donde la agresión verbal desde el poder se ha vuelto parte del discurso oficial, el oficio periodístico enfrenta un quiebre que trasciende la crítica legítima e inherente a la cobertura informativa. Sin ir más lejos, el pasado 27 de abril el presidente Javier Milei afirmó, sin tapujos, que “no odiamos suficientemente a los periodistas”, alentando a que su discurso de estigmatización se replique en cada espacio público. Esa retórica -respaldada y amplificada por voces cercanas al poder, como su asesor Santiago Caputo- no solo intenta socavar la autoridad moral del periodismo, sino que crea un caldo de cultivo en el que se normalizan los ataques físicos, los obstáculos al acceso a la información y las campañas de deslegitimación digital.

El informe anual de FOPEA, titulado «El asedio al periodismo debilita la democracia», revela que en 2024 se reportaron 179 agresiones contra periodistas y medios en todo el país: un 53% más que en 2023 y el doble que en 2022. Más de la mitad de esos ataques (65,43%) tuvieron como origen directo al Presidente de la Nación, posicionándolo como el principal actor de estigmatización pública contra la prensa. Cuando el 80% de los agravios proviene de funcionarios o actores vinculados al Gobierno nacional, el mensaje que se transmite a la sociedad es devastador: el periodismo -y más aún si es considerado opositor- pasa a ser percibido como un “enemigo interno”, susceptible de ser blanco de denuncias, sanciones o represalias.

Este escenario produce dos efectos paralelos: por un lado, quienes ejercen el periodismo comienzan a dudar de la legitimidad de su labor; por el otro, parte del público se convence de que el periodismo (y no el gobierno nacional) es culpable de los males que afectan al país.

Pero la violencia contra los periodistas no se agota en los agravios. Según el mismo relevamiento de FOPEA, el 25,14% de los incidentes registrados en 2024 incluyeron amenazas o atentados directos a la integridad física de comunicadores y sus familias, y el 11,73% implicó restricciones al acceso a la información o presiones a través de la pauta oficial. En paralelo, un estudio de la consultora Methodo, impulsado por FOPEA, documentó que durante este año las menciones insultantes hacia la prensa desde perfiles afines al Gobierno nacional superaron las 240 mil interacciones en redes sociales, lo que representa un aumento del 2000% respecto a 2023. Ese clima de hostilidad virtual deteriora la convivencia democrática y allana el camino para que el odio simbólico se traduzca en hechos concretos: agresiones físicas, persecuciones, allanamientos y procesos judiciales arbitrarios.

Escalada de hostilidad

La Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) también encendió la alarma al advertir que “la propensión del presidente de la Nación al agravio a periodistas y medios perturba el debate democrático”. Según la entidad, en los últimos meses más de cincuenta trabajadores de prensa y medios de comunicación fueron blanco de imputaciones infundadas y campañas de desprestigio que buscan silenciar toda voz crítica. Este dato, sumado a los informes de FOPEA, confirma que no se trata de hechos aislados, sino de un patrón sistemático de violencia institucional.

El problema trasciende lo anecdótico. El pasado 30 de abril, un fotógrafo del diario El Chubut fue intimidado públicamente por Santiago Caputo durante un acto oficial: le arrebataron su credencial y lo fotografiaron como forma de advertencia, en un gesto de coacción hacia quienes documentan la gestión estatal. Amnistía Internacional, FOPEA y la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata repudiaron ese episodio como “un ataque grave a la libertad de prensa”.

A esta escalada se suma el recientemente anunciado Plan de Inteligencia Nacional, que habilita el espionaje sobre personas que “manipulen la opinión pública”, una categoría lo suficientemente ambigua como para incluir a periodistas. Bajo este marco, los organismos de inteligencia -controlados por Caputo- recibieron un incremento del 254% en gastos reservados. Se configura así una estrategia integral orientada a disciplinar al periodismo y desalentar la denuncia de irregularidades, bajo la excusa del “combate contra la desinformación”.

Más allá de las estadísticas, el impacto subjetivo en la comunidad periodística es profundo. Cada vez que un mensaje presidencial desacredita una investigación o una cobertura incómoda para su figura, el periodista no solo corre el riesgo de ser atacado, sino también el de exponer a su medio, a sus fuentes y a su entorno familiar a represalias. En ese contexto, la autocensura se vuelve una tentación. La fragmentación de equipos, la reducción de recursos para coberturas “sensibles” y la desaparición de corresponsales en regiones críticas son síntomas de un periodismo que se repliega ante la agresión sostenida.

Reafirmar los compromisos

En este punto, es necesario recordar la función esencial del periodismo: no es un actor neutral, sino un interrogador del poder, un defensor del bien común. Cuando el periodismo se debilita, la ciudadanía pierde su derecho a estar informada y a cuestionar a quienes toman decisiones que afectan su vida cotidiana. Por eso, ante la ofensiva discursiva, la respuesta no puede ser meramente defensiva. Es preciso generar contraculturas informativas, plataformas de verificación independientes, redes de solidaridad regional y, sobre todo, marcos legales sólidos que protejan el ejercicio profesional.

En este contexto adverso, más que nunca es urgente fortalecer la solidaridad entre periodistas, exigir condiciones seguras de trabajo y reclamar a los organismos del Estado el respeto irrestricto a la libertad de expresión. Las organizaciones de medios y entidades del sector deben ejercer una vigilancia activa frente a cada ataque, por mínimo que parezca. Y la sociedad civil no puede permanecer indiferente ante los intentos de intimidación. El periodismo no puede responder con silencio al agravio: debe reafirmar su compromiso con la verdad, la pluralidad y la democracia.

Este Día del Periodista, lejos de ser una celebración más, debe convertirse en un llamado a la acción colectiva. No basta con un posteo o un comunicado: el oficio demanda coraje para enfrentar la descalificación que emana de lo más alto del poder.

En tiempos en que la democracia argentina exhibe fisuras alarmantes, el periodismo se juega su rol fundacional. Ante una deriva autoritaria con rasgos xenófobos, misóginos y violentos, los periodistas tenemos una responsabilidad ética irrenunciable: no retroceder. Cada nota que expone una irregularidad, cada columna que reflexiona sobre el futuro institucional, cada crónica que amplifica voces silenciadas, es un acto de resistencia. El asedio, por más feroz que sea, no puede ponerle techo a la curiosidad ni silenciar el reclamo colectivo de transparencia.

Este 7 de junio, el reconocimiento debe ir más allá del repaso de las trayectorias individuales. Debe ser una jornada para reafirmar los valores democráticos y renovar el compromiso con un periodismo sin miedo, sostenido por el rigor, la ética y la solidaridad. Solo así, cuando el tiempo juzgue este período, podrá decirse que el periodismo argentino supo responder con unidad y valentía a quienes pretendieron acallarlo con mentiras y agravios. Ese, y no otro, será el mejor legado para las generaciones futuras.

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