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Chilecito, La Rioja. En las zonas rurales del departamento Chilecito, donde las distancias se miden no solo en kilómetros sino también en horas de espera y en el costo de cada pasaje, tres familias atraviesan una crisis que no se explica únicamente en números. La suspensión de sus pensiones por discapacidad las dejó sin el sustento básico para sobrevivir. Y en un país donde la desigualdad golpea con más fuerza a quienes viven lejos de las grandes ciudades, la incertidumbre se transforma en desesperanza.
Una madre en La Puntilla
María Isabel Páez vive en La Puntilla. En agosto, fue al banco como cada mes, pero en la ventanilla la esperaba un vacío. “Me di con que ya no tenía mi platita”, dice con la voz cargada de angustia. Ese dinero, explica, no era un “beneficio” sino lo que le permitía sostener su tratamiento médico: hipertensión, artrosis, diabetes y tiroides.
“El platito que yo cobro es para los medicamentos y me doy con que me la sacan”, cuenta. La enviaron a ANSES, le entregaron un papel de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) y le pidieron que presentara nuevos estudios médicos. Los hizo, a pesar del gasto y del esfuerzo físico que le implica. Hoy espera una respuesta.
Para Isabel, cada día es una lucha contra la enfermedad y la burocracia. Sin la pensión, la posibilidad de comprar medicamentos se vuelve una ruleta, dependiendo de la ayuda de familiares o vecinos.
Un padre y su hijo en las Colonias de Malligasta
Más alejado todavía, en las Colonias de Malligasta, vive Manuel Cortés, de 49 años, en una pequeña casa humilde pero arreglada, rodeada de olivos y con un hogar que mantiene caliente el invierno. Allí cría a su hijo adolescente, diagnosticado con autismo y dificultades para hablar y desarrollarse.
Ambos dependían de pensiones por discapacidad hasta que, hace dos meses, dejaron de cobrarlas de un día para otro. “Ahora fui a cobrar y no pude percibir nada. Estaba a cero pesos”, recuerda Manuel, con bronca y cansancio en la voz.
La situación es crítica: Manuel padece problemas severos en la columna y en las piernas, que requieren prótesis, y su hijo necesita medicación y tratamientos. “Tuve que volver a presentar todos los papeles. Me prestaron dinero para algunos estudios, pero todavía me faltan más y no tengo el dinero. Es muy duro”, confiesa.
En el campo, donde todo queda lejos, la pérdida de ese ingreso significa aislamiento. Cada viaje hasta Chilecito implica un gasto enorme, y ni hablar de viajar hasta la Capital riojana, a más de tres horas de colectivo. Mientras tanto, la familia resiste con lo poco que puede conseguir.
Una mujer en Vichigasta
De Vichigasta, Fanny Ramona Páez también se encontró con la nada. El 13 de agosto dejó de cobrar su pensión por invalidez. Padece depresión, problemas de tiroides, diabetes y dolores crónicos en la columna. “Lo que yo gasté en remedios y estudios fue 100 mil pesos, sacando prestado de uno y de otro”, relata.
Los medicamentos que toma para los nervios son caros y deben consumirse mañana y tarde. A eso se suman los estudios que le exigen: análisis de columna, de diabetes, de tiroides, entre otros. Sin ingresos, Fanny se endeuda cada mes para sostener tratamientos que, paradójicamente, deberían estar garantizados.
La desidia que duele más lejos
La suspensión de pensiones por discapacidad es un problema nacional que se multiplica en el interior rural. Aquí, perder un ingreso no solo significa quedarse sin dinero, sino también sin movilidad, sin acceso a la salud y, en muchos casos, sin comida.
En departamentos como Chilecito, la geografía impone una doble barrera: la distancia hasta los centros de atención y el costo de los viajes. Para muchas familias, ir a la Capital riojana significa tres horas de colectivo, pasajes que superan lo que un jornal puede pagar, y jornadas completas de trámites inciertos.
En medio de esa realidad, el gesto solidario de Enrique Molina, vecino comprometido con la comunidad, se vuelve un alivio. Él fue quien facilitó los contactos, acercó las voces y ayudó a visibilizar una situación que, de otra forma, quedaría escondida entre las viñas y los olivos del oeste riojano.
Historias que reclaman
Las historias de Isabel, Manuel y Fanny son distintas, pero comparten un mismo hilo: la fragilidad de la vida cuando el Estado se retira. En La Puntilla, en las Colonias de Malligasta, en Vichigasta, las familias sienten que quedaron solas.
“Nosotros no pedimos lujo -dice Isabel-, solo lo necesario para vivir dignamente.”
En el interior riojano, las voces resuenan con la misma fuerza: la urgencia de que las políticas públicas lleguen, no solo en papeles, sino en soluciones reales que devuelvan a estas familias la seguridad de que mañana podrán seguir adelante.