El eco de la verborragia presidencial: cómo el discurso de Javier Milei afecta el tejido social más allá de Argentina

Por: Lic. Fleytas Miguel

Desde que Javier Milei asumió la presidencia de Argentina, su estilo discursivo ha traspasado las fronteras de la política tradicional. Con un tono confrontativo, emocionalmente cargado y muchas veces insultante, el presidente ha marcado una nueva era en la retórica del poder. Lejos de quedar confinadas al ámbito gubernamental, sus palabras reverberan en los hogares, redes sociales y espacios públicos del país, y, como un fenómeno cultural, también generan ondas expansivas que alcanzan a otros rincones del mundo.

Una retórica de ruptura

Desde una perspectiva lingüística, el discurso de Milei se caracteriza por un uso intensivo de marcadores emocionales, denominaciones peyorativas y formas discursivas dicotómicas. Divide el mundo entre «ellos y nosotros», «buenos y malos», «colectivistas y libertarios». Esta polarización lingüística crea categorías morales absolutas, reduciendo la complejidad del debate público a slogans emocionales. La repetición de expresiones como “zurdos de mierda”, “parásitos del Estado” o “delincuentes de la casta” no sólo insulta al adversario político, sino que lo deshumaniza. Ese tipo de discurso fomenta una cultura del desprecio que deja poco margen para el diálogo democrático.

Impunidad simbólica para la agresión social

En términos sociológicos, cuando una figura de autoridad valida el insulto como herramienta legítima de expresión política, se produce un efecto de autorización simbólica. Los militantes y simpatizantes del oficialismo adoptan ese tono como propio, sintiendo que cuentan con una especie de “permiso social” para replicar la violencia verbal en sus entornos cotidianos: desde discusiones familiares hasta interacciones en redes sociales. Así, se amplifica un clima de hostilidad generalizada donde los desacuerdos ya no se resuelven con argumentos, sino con humillaciones y descalificaciones.

La impunidad del discurso no se limita a lo legal; es una impunidad cultural. No se castiga ni se sanciona socialmente al que insulta si su agresión coincide con la retórica oficialista. En cambio, se premia con visibilidad, likes, retuits y aceptación grupal. Este fenómeno recuerda al concepto de ventana de Overton, por el cual ciertas ideas —antes impensables o moralmente inaceptables— pasan a ser tolerables, luego aceptadas y finalmente normalizadas. En el caso argentino, el discurso del odio, desde las más altas esferas, ha logrado recorrer esa ventana a una velocidad alarmante.

Redes sociales: el nuevo campo de batalla cultural

Las redes sociales, que ya eran un terreno fértil para la polarización, se han convertido en una arena aún más tóxica. El tono presidencial funciona como una validación para quienes usan plataformas como Twitter o TikTok para humillar, ridiculizar y atacar. El anonimato o la distancia que ofrecen las redes se combina con la aprobación simbólica del poder, lo que resulta en una cultura del escarnio constante.

Pero el impacto no es solo virtual. Los estudios sobre comportamiento social muestran que la agresión en redes tiende a trasladarse al comportamiento presencial. Esto tiene consecuencias serias en la cohesión social, la salud mental y la calidad del debate democrático.

 

Una exportación de la ultraderecha retórica

En el plano internacional, la figura de Milei es observada con una mezcla de curiosidad y alarma. Su cercanía con referentes globales del extremismo ideológico (como Bolsonaro, Trump o Abascal) sugiere que su discurso no es un fenómeno aislado, sino parte de una tendencia más amplia hacia el populismo ultraderechista. La verborragia agresiva se convierte así en un símbolo de “rebeldía antisistema”, legitimando discursos similares en otros países.

Esto genera un efecto contagio. Militantes y simpatizantes de movimientos afines en otros países ven en Milei un ejemplo a seguir: un líder que «se anima a decir lo que nadie se atreve», aunque eso signifique pisotear las bases de la convivencia democrática

La palabra como arma o como puente

El discurso de odio, cuando proviene de un ciudadano común, es dañino. Pero cuando emana de la figura máxima del poder institucional, se transforma en una fuerza estructural con capacidad de modelar la cultura política y social de un país entero. La verborragia de Javier Milei no solo normaliza la violencia simbólica, sino que construye un marco ideológico donde la agresión es virtud y la empatía es debilidad.

Argentina, y el mundo, se encuentran ante una encrucijada: resistir o adoptar esa nueva gramática del poder. Porque, en última instancia, la democracia no solo se defiende con leyes y votos, sino también con las palabras que elegimos —y las que toleramos— en el espacio público.

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