Con material de archivo crudo, testimonios directos y una reconstrucción quirúrgica de los hechos, 50 segundos: el caso de Fernando Báez Sosa vuelve sobre un crimen que todavía incomoda a la sociedad argentina. El documental de Martín Rocca no solo repone la secuencia del ataque que terminó con la vida de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell; también ilumina, de manera casi involuntaria, un clima social donde ciertas violencias y ciertas impunidades se reproducen con inquietante naturalidad.
El título remite al escaso lapso en el que un grupo de rugbiers ejecutó una agresión letal. Y esos cincuenta segundos, repetidos a través de cámaras de seguridad y videos grabados por los propios jóvenes que estaban en el lugar, funcionan como un recordatorio de que un instante puede desnudar estructuras enteras: masculinidades celebradas como virilidad, grupos que operan como manada, y un ecosistema cultural que tolera demasiado hasta que la tragedia se vuelve inevitable.
Rocca articula un relato contundente sin caer en el morbo: deja que el archivo hable, que las voces reconstruyan el contexto y que el espectador complete lo que las imágenes por sí solas no pueden. Hay momentos de una crudeza difícil de procesar, especialmente cuando irrumpen testimonios de familiares de los culpables, capaces de relativizar lo ocurrido con una liviandad que sorprende. Y en el tercer episodio, cuando los propios asesinos aparecen arrepentidos, a destiempo, como suele ocurrir cuando el proceso judicial ya avanzó y la estrategia legal lo exige, el documental introduce un matiz incómodo que invita a leer esas disculpas también en clave de conveniencia.
La serie se sostiene sobre dos ejes: la cronología estricta de aquella madrugada en Gesell y las voces que acompañaron a Fernando en vida o durante el proceso judicial. Desde el testimonio devastador de su madre hasta el de quienes presenciaron el ataque sin comprender en el momento su gravedad, el documental organiza múltiples capas que amplían el caso más allá de la sentencia.
El enfoque formal es sobrio: sin dramatizaciones, sin recreaciones artificiosas, sin golpes bajos. Las entrevistas, de iluminación contenida, permiten que la emoción emerja sin manipulación. Un perito describe el ataque como un «patrón de agresión continuada» y el documental lo complementa con esquemas visuales que ayudan a entender la mecánica de la violencia sin convertirla en espectáculo.
El guion, de Tatiana Mereñuk, Mariel Bobillo y Julián Troksberg, incorpora lecturas sociológicas que advierten que este no fue un episodio aislado ni azaroso. Un especialista en violencia juvenil señala que se trató de un modo de actuar repetido en ciertos grupos: cohesión extrema, responsabilidad diluida y una sensación de pertenencia que habilita comportamientos que, individualmente, quizás ninguno hubiera llevado a cabo.
La serie sugiere tensiones vinculadas a la pertenencia, la impunidad percibida y las dinámicas grupales, aunque evita profundizar en otros condicionantes que rodearon el caso: desde los climas de privilegio que moldean ciertas conductas hasta la dimensión racial y clasista que emergió en el debate público. El documental avanza sobre esas zonas, pero con prudencia o cautela que deja, en algunos tramos, la sensación de que aún queda mucho por decir.
50 segundos: el caso de Fernando Báez Sosa es, en definitiva, una obra que rehúye el sensacionalismo pero no la incomodidad. Y allí radica su mayor valor: mostrarnos que medio minuto basta para exponer una trama que no nació en la madrugada de Gesell ni terminó con una sentencia judicial. Continúa, silenciosa, en formas sociales que preferimos no mirar demasiado.
